Después de varias semanas de no escribir, aquí estoy de nuevo. (Nota mental: no abras un blog a mitad de plena temporada editorial.)
Acompañada de la increíble voz de Jarvis Cocker cantando Heavy Weather y oyendo llover afuera, me he puesto a recordar las tardes de verano de mi infancia, lo cual siempre me hace muy feliz. Pareciera contradictorio porque a muchas personas la lluvia les causa el efecto contrario: depresión, tristeza o, de menos, nostalgia. A mí siempre me ha encantado. Recuerdo que una vez que me acababan de comprar una sombrilla, hecha especialmente para niñas, salí corriendo al patio de la casa para poder estrenarla.
Muchas veces he bromeado diciendo que seguramente se debe a mi pasado celta (que aquí entre nos, no creo que sea del todo broma). La imagen de un bosque lluvioso, el olor a tierra mojada, el sonido del agua cayendo entre las ramas...
Pero claro, esto lo escribo desde la comodidad de una casa techada (si tuviera un café sería todavía mejor), así que cualquiera de mis comentarios debe tomarse con las reservas necesarias.
Retomando la cuestión de la nostalgia, tampoco creo que sea del todo mala. De hecho, así empecé esta digresión: recordando (añorando) mis veranos infantiles. En todo caso, tal vez sean recuerdos agridulces, pero nunca desagradables. Al final, supongo que lo mejor sería que todos los recuerdos adoptaran esa textura; transformar la tristeza o el dolor en pequeñas piedras preciosas que nos recordaran que, a pesar de todo, seguimos aquí. Qué mejor que terminar esta entrada cuando comienza a sonar "Para no olvidar" de Calamaro: "De un tiempo olvidado ha venido el recuerdo mojado, de una tarde de lluvia, de tu pelo enredado..."