Supongo que no soy la única en sentirse
así. Hace una semana que ocurrió el terremoto que nos recordaría aquel otro de
hace 32 años. Al sentir el movimiento, mi esposo y yo volteamos a vernos. Ambos
pensamos que había pasado un camión muy pesado, pero al corroborar que la
tierra seguía moviéndonos, salimos deprisa a la calle. Los postes de luz afuera
de la casa se movían sin control y decidimos cruzarnos al camellón, sin perder
de vista la gigante luminaria que está del otro lado de la calle y que se
balanceaba sin parar. Mi esposo, una amiga y yo nos dimos las manos y nos ayudábamos
a mantener el equilibrio, mientras mis perros, temerosos, trataban de quedarse
junto a nosotros.
Primero, el miedo, la incertidumbre de no
saber cuánto duraría. Después, la angustia de querer ir por mi hija lo más
rápido posible. ¿Se habría asustado? ¿Cómo estaría su escuela? Mi esposo salió
corriendo por ella, arriesgándose a pasar por un puente que, decían, podía
tener daños. “No me importa, voy por mi hija”. Cuando supe que ya estaba con
ella, me volvió el alma al cuerpo. También al saber que todos mis seres
queridos estaban bien. Pero conforme fuimos viendo los daños en toda la ciudad,
la incredulidad se apoderaba de mí. Escuchamos las noticias en el radio, pero
cuando empezaron a narrar lo que ocurría en la escuela Rébsamen, no pudimos
escuchar más y le apagamos. Nos quedamos en la casa toda la tarde, tratando de
ayudar al no estorbar en las calles. Mi hija sólo me decía: “¿me cuidas?,
quédate conmigo, quiero correr”. Al acostarnos, pensaba en la gran bendición
que era estar con mis amores, sabiendo que mi familia estaba bien, durmiendo en
una cama, bajo un techo seguro.
Me desperté a las 3 de la mañana y no
pude volver a conciliar el sueño. Estuve viendo Twitter toda la noche, leyendo
las noticias y actualizaciones de los rescates y de las necesidades de los
brigadistas. Me sentía impotente de no poder ayudar, de no poder estar ahí.
Sólo atiné a donar en línea a los Topos y la Cruz Roja.
Al otro día, ni ganas de bañarme o comer,
nuevamente siguiendo en redes sociales todo lo que ocurría. Logré dormir mejor,
desperté a las 6:30 am, con inmensas ganas de llorar. Y lloré. He tratado de
entender qué se supone que se hace en estos casos. Además de la gratitud que
siento por estar viva, no haber perdido a nadie y seguir teniendo mi casa,
también siento una gran responsabilidad, como si tuviera una misión de vida por
la que todavía me toca estar aquí.
La vida es distinta ahora. Me he
descubierto con miedo a bañarme por si tiembla en ese momento; o a bañarme sin
escuchar música, para poder escuchar la alarma; a dormir con ropa cómoda para
salir y dejar al pie de la cama unos zapatos que se puedan poner rápidamente; a
dejar las llaves de la casa justo al lado de la puerta, a tener siempre pilas
cargadas para el celular y un botiquín a la mano, por cualquier cosa.
Mañana será el primer día en que mi hija
regrese a la escuela y espero poder dejarla con tranquilidad. Por lo pronto, no
me apetece leer, trabajar ni salir más que para lo mínimo indispensable. Pero
sé que esto pasará y me llena de ánimo ver cómo somos capaces de ayudarnos unos
a otros. Comparto todo esto porque sé que otros están pasando por lo mismo, o
incluso por cosas más graves, así que les digo: no están solos. No estamos
solos.
26
de septiembre del 2017.
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