martes, 26 de septiembre de 2017

Hace una semana...

Supongo que no soy la única en sentirse así. Hace una semana que ocurrió el terremoto que nos recordaría aquel otro de hace 32 años. Al sentir el movimiento, mi esposo y yo volteamos a vernos. Ambos pensamos que había pasado un camión muy pesado, pero al corroborar que la tierra seguía moviéndonos, salimos deprisa a la calle. Los postes de luz afuera de la casa se movían sin control y decidimos cruzarnos al camellón, sin perder de vista la gigante luminaria que está del otro lado de la calle y que se balanceaba sin parar. Mi esposo, una amiga y yo nos dimos las manos y nos ayudábamos a mantener el equilibrio, mientras mis perros, temerosos, trataban de quedarse junto a nosotros.
Primero, el miedo, la incertidumbre de no saber cuánto duraría. Después, la angustia de querer ir por mi hija lo más rápido posible. ¿Se habría asustado? ¿Cómo estaría su escuela? Mi esposo salió corriendo por ella, arriesgándose a pasar por un puente que, decían, podía tener daños. “No me importa, voy por mi hija”. Cuando supe que ya estaba con ella, me volvió el alma al cuerpo. También al saber que todos mis seres queridos estaban bien. Pero conforme fuimos viendo los daños en toda la ciudad, la incredulidad se apoderaba de mí. Escuchamos las noticias en el radio, pero cuando empezaron a narrar lo que ocurría en la escuela Rébsamen, no pudimos escuchar más y le apagamos. Nos quedamos en la casa toda la tarde, tratando de ayudar al no estorbar en las calles. Mi hija sólo me decía: “¿me cuidas?, quédate conmigo, quiero correr”. Al acostarnos, pensaba en la gran bendición que era estar con mis amores, sabiendo que mi familia estaba bien, durmiendo en una cama, bajo un techo seguro.
Me desperté a las 3 de la mañana y no pude volver a conciliar el sueño. Estuve viendo Twitter toda la noche, leyendo las noticias y actualizaciones de los rescates y de las necesidades de los brigadistas. Me sentía impotente de no poder ayudar, de no poder estar ahí. Sólo atiné a donar en línea a los Topos y la Cruz Roja.
Al otro día, ni ganas de bañarme o comer, nuevamente siguiendo en redes sociales todo lo que ocurría. Logré dormir mejor, desperté a las 6:30 am, con inmensas ganas de llorar. Y lloré. He tratado de entender qué se supone que se hace en estos casos. Además de la gratitud que siento por estar viva, no haber perdido a nadie y seguir teniendo mi casa, también siento una gran responsabilidad, como si tuviera una misión de vida por la que todavía me toca estar aquí.
La vida es distinta ahora. Me he descubierto con miedo a bañarme por si tiembla en ese momento; o a bañarme sin escuchar música, para poder escuchar la alarma; a dormir con ropa cómoda para salir y dejar al pie de la cama unos zapatos que se puedan poner rápidamente; a dejar las llaves de la casa justo al lado de la puerta, a tener siempre pilas cargadas para el celular y un botiquín a la mano, por cualquier cosa.
Mañana será el primer día en que mi hija regrese a la escuela y espero poder dejarla con tranquilidad. Por lo pronto, no me apetece leer, trabajar ni salir más que para lo mínimo indispensable. Pero sé que esto pasará y me llena de ánimo ver cómo somos capaces de ayudarnos unos a otros. Comparto todo esto porque sé que otros están pasando por lo mismo, o incluso por cosas más graves, así que les digo: no están solos. No estamos solos.


26 de septiembre del 2017.

martes, 4 de abril de 2017

Ya se les nota la primavera


Ya se les nota la primavera
A las muchachas de piel rosada
Caminan con faldas de amplios vuelos
Las mueve el viento
Vaivén de colores y carcajadas
Sus pechos incipientes, como las flores
Sus sonrisas plenas, como los árboles
Con voces suaves
Cantan su inocencia
Con sus miradas limpias
Rompen el cielo color lavanda
Con sus caderas inciertas
Se abren paso entre la tierra
Como despertando al mundo
Desparpajadas
Ya se les nota la primavera
A las muchachas de piel tostada

miércoles, 22 de marzo de 2017

Decimonónica

Hay veces que pienso que cada que escribo te estoy hablando a ti. Otras veces creo que por eso no escribo más. Te estoy haciendo la ley del hielo. Pero todo es una ilusión, porque de todos modos hablo contigo y te veo en mis sueños. Y sé que yo también me cuelo a los tuyos y te canto a través de los pájaros ruidosos que te despiertan.
Mejor deberíamos escribirnos cartas. Tal vez terminaríamos haciendo una de esas novelas epistolares, decimonónicas. “Pero las cartas son cursis”, habrías dicho. “Como yo”, habría pensado.
“¿Dónde irán tantas cosas que juramos un verano?”. Nosotros nunca juramos nada, ni bailamos, ni nos dijimos palabras dulces. Sólo nos abrazamos después de coger, dormir y comer; de dormir, comer y coger. Vimos películas y tomamos vino espumoso, como si eso nos convirtiera en personas glamorosas, viendo el atardecer desde el balcón.
A veces bromeaba diciendo que soy bruja, aunque tú sabes que lo digo más en serio de lo que reconozco. Ese día, después de viajar tres horas en auto, en silencio, oyendo canciones de un viejo CD grabado, Pablo y yo llegamos y no sabíamos qué decir. Muchas veces dudamos en ir, no queríamos ser un mal augurio. Tú te veías tan calmado y tan triste como siempre. “Padre murió”, dijiste con la mayor naturalidad. Yo sabía que era el principio del fin. Y me sentía mal porque no sabía si lloraba por ti, por mí o por tu papá. Nunca me sentí tan sola, tan fuera de lugar, tan patética. La pobre niña sintiéndose mal porque su noviazgo se iba a la mierda. Me odié por llorar por mí, cuando tú estabas consolando a tu mamá y tratando de ver qué seguía. Te odié por no aferrarte a mí. Nos habríamos ahorrado tantas cosas si en ese momento me hubiera largado para no regresar. Cinco años después tal vez te habría llegado una carta. De amor, de odio, de lujuria, quién sabe. Como fuera, seguramente te rompería la madre.