Hay veces que pienso que cada que escribo te estoy
hablando a ti. Otras veces creo que por eso no escribo más. Te estoy haciendo
la ley del hielo. Pero todo es una ilusión, porque de todos modos hablo contigo
y te veo en mis sueños. Y sé que yo también me cuelo a los tuyos y te canto a
través de los pájaros ruidosos que te despiertan.
Mejor deberíamos escribirnos cartas. Tal vez
terminaríamos haciendo una de esas novelas epistolares, decimonónicas. “Pero
las cartas son cursis”, habrías dicho. “Como yo”, habría pensado.
“¿Dónde irán tantas cosas que juramos un verano?”. Nosotros
nunca juramos nada, ni bailamos, ni nos dijimos palabras dulces. Sólo nos
abrazamos después de coger, dormir y comer; de dormir, comer y coger. Vimos
películas y tomamos vino espumoso, como si eso nos convirtiera en personas
glamorosas, viendo el atardecer desde el balcón.
A veces bromeaba diciendo que soy bruja, aunque tú
sabes que lo digo más en serio de lo que reconozco. Ese día, después de viajar
tres horas en auto, en silencio, oyendo canciones de un viejo CD grabado, Pablo
y yo llegamos y no sabíamos qué decir. Muchas veces dudamos en ir, no queríamos
ser un mal augurio. Tú te veías tan calmado y tan triste como siempre. “Padre
murió”, dijiste con la mayor naturalidad. Yo sabía que era el principio del
fin. Y me sentía mal porque no sabía si lloraba por ti, por mí o por tu papá.
Nunca me sentí tan sola, tan fuera de lugar, tan patética. La pobre niña sintiéndose
mal porque su noviazgo se iba a la mierda. Me odié por llorar por mí, cuando tú
estabas consolando a tu mamá y tratando de ver qué seguía. Te odié por no
aferrarte a mí. Nos habríamos ahorrado tantas cosas si en ese momento me
hubiera largado para no regresar. Cinco años después tal vez te habría llegado una
carta. De amor, de odio, de lujuria, quién sabe. Como fuera, seguramente te
rompería la madre.