miércoles, 5 de noviembre de 2014

A mi papá

Ser hija del profesor Ricardo Camacho ha sido uno de los más grandes orgullos que he llevado conmigo desde niña. Recuerdo que lo dibujaba con su traje, sentado en un escritorio, sonriente, con su característico peinado. Un hombre trabajador, comprometido siempre con su vocación de maestro y con su labor en este mundo. Pero sobre todo, un papá amoroso que cuando me cargaba me hacía sentir en la cima del mundo, segura, amada, protegida.
Recuerdo que en la época de mi niñez cuando tuve pesadillas, corría al cuarto de mis papás y les decía: “Soñé feo”. Él me abrazaba y me comenzaba a decir muy suavemente: “Imagínate que estás en un campo de flores, con muchos colores y aromas, con pajaritos cantando y árboles muy grandes…”. Así continuaba hasta que me quedaba dormida de nuevo y me llevaba de vuelta a mi cuarto.
Así como todos los alumnos que ha tenido durante su vida, yo tuve la fortuna de aprender de él todo tipo de enseñanzas: de él aprendí la gratitud hacia Dios y la virtud de cuestionar siempre todo, buscando verdades más grandes; a él debo mi gusto por la lectura, pues nunca faltaron libros en nuestra casa; por él tuve la confianza de que es posible encontrar una pareja con la que se puede formar una familia; él nos dio a mis hermanos y a mí la libertad de escoger nuestro camino siguiendo nuestra vocación y no guiados por la típica frase “¿de qué vas a vivir?”; él nos enseñó a nutrir nuestro intelecto y nuestra alma; con él aprendí que el amor de un padre no tiene fin, porque aún hoy, a mis 32 años, sé que sigo siendo su pequeña hija.
No me queda más que agradecerle a Dios por un año más de vida que le concede y porque sé que todavía tengo mucho que aprender de él.




¡Felicidades papá!
Te amo con toda mi alma.



Áurea Citlali
  

 1º de noviembre de 2014 
(fiesta sorpresa para celebrar sus 70 años, 
cumplidos el 31 de octubre de 2014).

jueves, 18 de septiembre de 2014

La casa de mis "abues"

Llegar a casa de mis “abues” era un deleite, no sólo porque mi abuelita se aseguraba de siempre tener gelatinas preparadas, platanitos dominicos y a veces galletas de nata, sino porque además el patio era literalmente un paraíso: árboles frutales, pasto, sombra, pajaritos bajando a comer las migajas que mi abuelita recolectaba y desmenuzaba para ellos. El patio era nuestra cancha de futbol. Mis primos, mi hermano y yo, jugábamos cada vez que coincidíamos. Neto y yo éramos un equipo, Joel y Arturo otro. Yo era la portera, y bastante buena, hasta que un izquierdazo de Arturo estrelló la pelota contra mi cara y me sangró la nariz, desde entonces cierro los ojos cuando viene una pelota hacia mí. Ahí terminó mi prometedor futuro en los deportes…
Además de esto, falta mencionar que mi abuelito era carpintero y su taller era otra fuente de diversiones. Yo juntaba pedazos de madera y “armaba” carritos, clavaba una pieza contra otra, la lijaba o jugaba con la viruta que se juntaba en el piso. Era un placer ver a mi abuelito Ángel haciendo un mueble, cuidaba cada detalle, todas las piezas encajaban perfectamente. Yo todavía tengo el juego de recámara que me hizo: cama, buró y cajonera.
Mi abuelita, por su parte, era costurera y repostera. En cada cumpleaños, ella me hacía un vestido y también se encargaba de que mis muñecas tuvieran su ropa a la medida. Confeccionó incontables vestidos de XV años –incluyendo el mío– y de novia –incluyendo el de mi mamá.
Mi abue Conchita era la mejor compañera de juegos. Recuerdo que tenía para mí un set de instrumentos de cocina, pero en chiquito, para jugar a la comidita. Hacíamos quesadillitas, sopesitos, pastelitos de galletas maría con mantequilla y chocomilk.
Los desayunos en su casa se volvieron míticos con sus dobladitas de frijol, su champurrado y su pan de nata. Y en Navidad, nada como su caldo de camarones, acompañado de la sangría casera que preparaban mi tío Ernesto, mis primos y mis hermanos cada año en una “pequeña” copa de cristal.



Mi abuelito Ángel nos deleitaba con sus historias, recitando de memoria la pastorela que vio en su infancia o contándonos cómo conoció a Conchita en la escuela nocturna.
Mi infancia fue plena y feliz en gran parte por la presencia de mis abuelitos, a quienes llevo siempre conmigo: la fuerza y la disciplina de Ángel, la alegría y la amabilidad de Conchita.
Ahora espero que mi hija Alexia pueda disfrutar de sus abuelitos como yo lo hice con los míos, pues es una experiencia que marca de por vida.


martes, 19 de agosto de 2014

Notas sobre cómo cambiar pañales (y no morir en el intento)

Además de las desveladas, una de las cosas que más temen los papás cuando está por nacer su hijo es el tener que cambiar pañales. Y sí, al principio se cambian tantos pañales que al segundo o tercer día uno siente que ya domina la técnica. Aun así, hay un par de consejos que pueden ser útiles.
Estoy segura de que ningún papá se ha salvado de esto: estás cambiando al bebé y cuando quitas el pañal sucio -como por Ley de Murphy- en ese preciso instante, hace de las suyas… Así que uno aprende que a veces es posible evitar que se ensucien si se recoge la ropa por arriba de la cintura. Pero para ser sincera, no siempre se logra. Además, hay que tener listo el otro pañal y hacer lo que yo llamo “el paso de la muerte”, es decir, quitar el sucio e inmediatamente colocar el limpio. No he de mentirles, se necesita mucha habilidad y práctica, hay veces que un solo segundo basta para que el bebé nos gane y termine mojado hasta la nuca. En una ocasión tuve que cambiar a mi hija tres veces seguidas. Sí, tal como lo leen…
Ah, y cuidado si tu bebé tiene tos o gripa, porque un “estornudo explosivo” mientras lo estás cambiando puede darte una desagradable sorpresa.
Finalmente, ahora que mi beba tiene ya 7 meses me doy cuenta de que realmente uno no sabe lo que es cambiar pañales hasta que empiezan a comer papillas, más si son de carne…

Disculpen la escatología, pero estoy segura que esto puede ser de utilidad a alguien, o al menos hacerlos soltar una risita.

domingo, 26 de enero de 2014

Ser mamá

Llorar de felicidad, de angustia y de emoción al mismo tiempo y saber que las hormonas hacen su parte. Aprender a confiar en que todo estará bien. Sentir que tienes el mundo encima, aunque en realidad sólo tienes un bebé en tus brazos. Ser partícipe de la perfección de la vida, manifestada en dos manitas diminutas. Desarrollar el arte de usar una mano para comer y de dormir sentada. Hacer las paces, de vez en vez, con el reloj. Aceptar ayuda con humildad y gratitud. Conectarse con el instinto, la intuición y la sabiduría interior, aunque a veces eso implique no hacer caso al pediatra. Admirar a tu pareja y saber que elegiste bien cuando se deshace de amor por su hija. Revalorar a tus padres y entender que algún día tú estarás velando con tu hija para cuidar a tu nieta. Sobrellevar el dolor de una herida con tal de ver la sonrisa de tu nena. 
Hasta el momento, eso ha sido para mí la experiencia de ser madre. 

martes, 7 de enero de 2014

Cuerpo y maternidad

Es bien sabido que las mujeres solemos tener prejuicios sobre nuestro cuerpo, más en los últimos años, donde la moda, la publicidad, la televisión y diversos factores nos han taladrado en la cabeza que un cuerpo “perfecto” tiene ciertas medidas (diminutas), sin celulitis, sin estrías, con un brillo sospechosamente “ideal” (tanto así que sólo se logra por computadora).
Estoy embarazada, con 36 semanas de gestación. Y sí, mi cuerpo ha tenido un sinfín de cambios: hormonales, externos y también ha habido una transformación interna, espiritual y mental. Y en todos estos meses me ha rondado una idea en la cabeza: ¿cómo es que nos atrevemos a criticar nuestro cuerpo?, ¿a afirmar que no es “perfecto”? ¿Qué más perfección puede haber que la de gestar, nutrir y dar vida? Las mujeres somos perfectas, tenemos una divinidad insospechada y se nos ha olvidado. Pero además, nos hemos llenado de miedo. Ese miedo a no ser suficientes, a no ser capaces, a no dar el ancho, a no poder, a sufrir.
Desde que supimos que estábamos esperando un bebé, mi esposo y yo tomamos la decisión de prepararnos para tener un parto natural (así es, PREPARARNOS, porque, como para un maratón, hay que preparar el cuerpo y la mente) y a raíz de eso, el comentario constante que he escuchado más durante mi embarazo es: “¿no tienes miedo?”, “¡qué valiente!”, o “eso dices ahora, ya te veré…”. Y con esto no quiero juzgar a nadie ni cuestionar las decisiones que otras mujeres han tomado. Simplemente, me parece revelador que lo que prevalece es el miedo y, en ocasiones, la desinformación; y este miedo no sólo permea entre las mujeres que ya pasaron por un parto (pocas) o una cesárea (la mayoría), pareciera que fuera una “misión” el difundir esa imagen terrorífica de dar a luz.
Recuerdo muy bien que mi mamá siempre me dijo: “Tener un bebé no es como en las películas o en la tele. Claro que hay dolor, pero es algo soportable y es algo natural”. Tal vez yo tuve la ventaja de crecer escuchando eso y de sentir la confianza que mi mamá me transmitía al respecto; afortunada yo. Hoy se lo agradezco infinitamente porque sé que mi visión de la maternidad está empapada de lo que recibí de ella y eso me llena de orgullo y tranquilidad.
A final de cuentas, creo que le tenemos miedo a nuestra feminidad. ¿Será acaso que después de tanta "liberación sexual" la mujer ha sido reducida sólo a esa faceta? Y no pretendo tampoco irme al extremo de la imagen virginal, pura, excesivamente cursi, de la madre abnegada que lo soporta todo, sino a un punto medio donde confiemos en nuestra esencia, en nuestra naturaleza y en lo que nuestro cuerpo maravilloso es capaz de hacer. Me parece que sólo así retomaremos realmente nuestro papel como mujeres y nos revaloraremos en la justa medida.
Yo por lo pronto, estoy ya en la cuenta regresiva, esperando el momento en que Alexia, mi hija, me indique que ya es hora de ponernos a trabajar para traerla a este mundo. Estoy segura de que será una experiencia intensa en toda la extensión de la palabra, pero también excepcional y transformadora.