miércoles, 24 de agosto de 2011

Clase Turista: la ficción que desborda el libro

En esta época donde lo digital se ha puesto de moda, parecería una locura regresar a lo artesanal, pero resulta ser que la apuesta le ha servido a la editorial argentina Clase Turista. Se trata de un proyecto loco (¿qué cosa interesante en este mundo no tiene algo de locura implícita?) que surgió como respuesta a la necesidad de opciones editoriales que se salgan del ámbito acaparado por las grandes consorcios establecidos y que, además, se sostengan con pocos recursos. 
Clase Turista alberga obras que van desde la narrativa y la poesía, hasta proyectos interdisciplinarios que involucran cine, arte visual y música. Pero su propuesta no sólo se queda en el contenido, sino también en el formato y los materiales que usan para entregar estos pequeños universos a sus lectores/usuarios. Sus obras, en palabras de ellos, buscan “que la ficción se desborde del libro”. ¿Cómo lo hacen? Elaborándolos ellos mismos. ¿Qué?, ¿en pleno siglo XXI? Así es. Creo que precisamente el éxito radica en que ofrecen libros-objeto que son bellos en sí mismos y que complementan valor literario de sus contenidos. Otro aspecto a resaltar es que, como bien insistían ellos, la trascendencia de una editorial radica en ofrecer a los lectores una propuesta original, una visión del mundo y de la literatura que sea única; en crear y mostrar una identidad.


Pero además de los hermosos libros (envueltos como regalo, forrados con piel de gorila albino, en forma de bomba poética o cubiertos de la más cotidiana toalla de cocina) tienen también un proyecto maravilloso llamado Mental movies, que consiste en solicitar a un cineasta que describa la película que haría si tuviera todo el presupuesto de Hollywood. Después, con esa historia, se le pide a un ilustrador que haga el cartel de dicha película y a un músico que haga el soundtrack; todo sobre una película imaginaria que sólo veremos en nuestra mente, como su nombre bien lo dice. El pasado 20 de agosto fue el turno de María Novaro para presentar su película mental en la Cineteca. Los músicos que la acompañaron fueron Alex Otaola y Songs for Eleonor; y en la parte visual, Fernando Eimbcke y Alejandro Magallanes.

Por si fuera poco, estos argentinos vinieron a México también a compartir su experiencia en un taller organizado por el Museo de Arte Carrillo Gil, titulado “Manual de instrucciones para armar una editorial alternativa. Taller de creación de sellos literarios portátiles”. Tuve la fortuna de poder tomarlo y fue una gran experiencia. Además del breve recorrido teórico y la probadita del panorama editorial independiente surgido en Argentina a raíz de la crisis del 2001, aprendimos a elaborar nuestro propio libro artesanal y repasamos el “ABC” de cómo arrancar un proyecto editorial. La enseñanza, más allá de las cuestiones técnicas, es muy clara: si quieres publicar, hazlo, sólo asegúrate de mostrar tu visión particular del mundo para que sea algo realmente valioso.




Sugiero que les sigan la pista ya que amenazan con regresar a México con estos y más proyectos. Entiendo que ya venden sus libros en Conejo Blanco y Vértigo, así que pueden buscarlos o encontrar más información en su página. Aquí el resultado final de mi taller:


viernes, 19 de agosto de 2011

Bitácora de una llamada por Skype con el peor Internet del mundo (bueno, tal vez exceptuando el de Cuba):


11:36 Comienza la comunicación. Saludos. 
11:37 Se corta la comunicación.
11:41 Se reanuda la comunicación. Risas. Bromas.
11:42 Se corta la comunicación
11:46 Sigo esperando a que se reanude la comunicación. Comienzo una bitácora…
11:47 Se reanuda la comunicación… ¬¬
12:04 Se corta la comunicación
12:05 Contengo las lágrimas y respiro mientras desesperadamente aprieto el ícono de “Conectado”.
12:07 Comienzo a pensar seriamente en irme a un café a trabajar.
12:08 Cierro la aplicación para ver si así puedo reconectarme.
12:09 Iniciando sesión…
12:27 Se corta la comunicación. (¿Alguien sabe cómo hacerle vudú a Slim?)
12:28 Pongo mi mirada en un punto fijo de la alfombra imaginándome en un lugar feliz…
12:29 Me acuerdo de una tira de Bunsen sobre routers, jabón y un gancho.
12:30 Pienso en buscar un patrocinador que me traiga a mis diseñadores a México.
12:31 Cierro la aplicación de nuevo rogando por poder recuperar la conexión.
12:32 Llamando…
12:33 Agrego actualizaciones a mi bitácora
12:34 Llamando... Llamando...
13:09 Se corta la comunicación
13:10 Hola de nuevo
13:23 Se corta la comunicación
13:25 Regresé
[A Daniela se le va la conexión 3 veces en este lapso a causa de una tormenta] 
13:58 Termina una tortuosa junta :S

martes, 16 de agosto de 2011

En mis tiempos...


Si uno empieza a añorar terriblemente los años que ya pasaron es una señal contundente de que está envejeciendo. Hoy la Maldita Vecindad anuncia que se separan por diferencias ideológicas y claro, es obvio y hasta entendible, después de tantos años juntos es casi lógico que no puedan seguir siendo los mismos, haciendo las mismas cosas y creyendo en lo mismo; el paso del tiempo se impone. Pero no dejo de sentir un poco de pena por ver cómo todos esos grupos y artistas que me acompañaron en la niñez y la adolescencia empiezan a desvanecerse (o incluso a morirse).

La típica frase de “en mis tiempos”, tal cual como dicen en “Pachuco”, aplica tan bien a mi sentir de estos últimos meses. Claro que me gustan algunos grupos nuevos, un par de canciones, contados discos completos, pero definitivamente ya no es igual. Y sé que no es el mundo, soy yo. A mis 29 años (edad que según la ONU es el límite para hacerse llamar “joven”) todos estos cuestionamientos sobre el paso de los años se han acrecentado. Tampoco crean que me quejo: sólo pongo en evidencia lo que me pasa, y que seguro le ha pasado (o pasará) a todos.

Caifanes, en plena oda a la nostalgia, se ha reunido, pero todos sabemos que sólo se trata de eso: del recuerdo. Después del fugaz reencuentro de Soda Stereo, hoy vemos a un Cerati inmóvil y silencioso, más del otro lado que de éste. U2 sigue vivo, pero con discos que nunca serán como el Achtung Baby!, aunque con shows que siguen siendo la envidia de cualquiera. Héroes del silencio, también con una breve reunión que me permitió verlos en vivo, ha vuelto al baúl de los ayeres. Hoy fue el turno de Maldita Vecindad, quien da fin a su era de “paz y baile”.

Mientras las adolescentes histéricas lloran por conseguir un boleto de Justin Bieber y Lady Gaga se apodera del mundo, yo escucho mis CDs recordando los “viejos” tiempos. Que los Jonas Brothers y Miley Cyrus me perdonen.

P.D.- El sábado mi sobrina cumple 15 años y yo estoy por doblarle la edad. Seré su madrina y ya a estas alturas le doy consejos y pienso: “Ah, esta juventud…”



viernes, 12 de agosto de 2011

Recortes


Mariana llegó de noche, como siempre; como siempre, escurriendo la noche en su cabello. Sus enormes ojos lo arrastraron a desearla. Sin hablar se miraron en sus soledades y se acariciaron como si quisieran arrebatarse lo que sentían. Cristian se veía invadido, todo era diferente: besaba unos pezones más tibios, con una ternura endurecida, los recorría incrédulo y volvía a sorprenderse en la caída de esas caderas pálidas. Esta vez no había eco, sólo el silencio que le hablaba. La perfecta línea de esa espalda lo abrigaba con cada espasmo, mientras veía llorar unos ojos que no entendía.
La abrazó sin dejar de besarla y sin dejar de despreciarla porque sabía que se iría y que él terminaría pensándola a cada instante, sin comprender sus caricias, su repentina entrega. Quería apropiarse de todo lo que ella era, quería romperla para guardarla en lo más escondido de sus manos. La miró detenidamente, percibió su aroma de arena amarga y salada, imaginó ser la razón de cada marca de su piel, la saboreó, la mordió, la palpó como a una mariposa que está a punto de escaparse.
Mariana apenas reconocía al hombre que intentaba protegerla, el contacto de sus manos frías hacía más evidente el placer que le provocaban. Difícilmente sabía dónde estaba, pero en esta ocasión no le importó. Había ido demasiado lejos como para hacer que Cristian permaneciera fuera de ella y no deseaba que lo hiciera, ahora sólo pensaba en abarcarlo con su burbuja, darle cabida en su tristeza, arroparlo con el miedo que la tenía entumida desde días que ya no podía recordar.

*  *  *

Y sucedió que se fue. Mariana se fue.

*  *  *

Pasaron muchos días sin que Cristian supiera nada de ella. Cada día esperaba toparla al salir de su puerta, esperaba verla a lo lejos en alguna calle, esperaba llegar y encontrar su silencio en la contestadora, esperaba que alguna noche tocara el timbre chorreando su cabello en el tapete.
Un día, cuando regresaba a su departamento, encontró una nota de Mariana. No tenía firma, pero sabía que era de ella: Lloró con una sonrisa tan amarga que parecía recordar todo. Y se quedó viendo el cielo que siempre había visto. Y fue de noche otra vez.
Se quedó inmóvil un rato. No lloró. Se sentó a pensar cómo sería no verla otra vez (porque de eso estaba seguro). Volvió a cerrar el sobre y salió a esa noche que parecía avanzar sin ningún retraso, como quizás había pasado la primer noche de los tiempos o como tal vez pasara la última; esa noche, como todas las noches que pasarían colgadas de ella y de las últimas letras temblorosas que escribiera.

Besos y trampolines


Existen pocas cosas de mi niñez de las que pueda estar orgulloso. Siempre fui un niño tímido, rechoncho, de pocos amigos, de esos que en la clase de educación física son escogidos al último para un equipo de futbol.
Mi madre, tratando de alejar de mí ese halo de rechazo, me inscribió en clases de natación, pues creía firmemente (la ingenua) que entrando a esas clases, además de hacer ejercicio y bajar esos kilitos de más, me permitiría tener algo de qué estar orgulloso. Cabe aclarar que mi mamá pensaba que por ir tres veces a la semana a las dichosas clases iba a convertirme, en unos cuantos años, en una promesa del deporte.
Se preguntarán por qué acepté ir, siendo que en vez de darme más seguridad o de permitirme desenvolverme mejor, la idea de estar medio desnudo enfrente de un grupo de niños que seguramente también se burlarían de mí, me causaba pánico. Les decía que acepté porque, siendo sinceros, ¿quién realmente puede negarse a algo a esa edad?, mucho menos teniendo una madre como la mía.
Comencé un miércoles y al siguiente viernes ya era la burla de todos: me pegaban en la panza, me daban zapes o hundían mi cabeza en el agua hasta que casi me ahogaba. El maestro, a pesar de sus buenas intenciones, era tan blandengue que no podía controlarlos y después de dos semanas prefirió hacerse de la vista gorda para evitarse problemas.
Cada clase era peor a la anterior, parecía que mis ingeniosos “compañeritos” hacían uso de toda su imaginación para encontrar nuevas formas de molestarme: esconder mi ropa, cambiar mi shampoo por mayonesa, meter mis toallas al excusado, aventarme al agua después de haberme bañado y cambiado... Pero un día llegaron al límite de mi paciencia y por contradictorio que suene, esto sería, después, el mejor recuerdo de mi vida.
Ese día, casi al terminar la clase, el maestro nos puso un ejercicio de relevos. Para variar, yo fui el único que se quedó sin equipo, y el maestro, con cierta compasión, me excusó de hacer el ejercicio. Así que me quedé ahí, a orillas de la alberca, viendo cómo competían los demás. De pronto me llamó la atención la clase de la alberca vecina, es decir, la clase de las niñas. Tenía ya algunos días que había puesto los ojos en una niña (algo nuevo para mí); por supuesto, a nadie le había dicho de este repentino interés porque para muchos las niñas seguían siendo algo odioso y repulsivo, además de que realmente no tenía nadie a quién contarle.
Esa tarde, al ver a la niña de la que hablo, me quedé mucho más intrigado; sentía cosas muy raras en el estómago, en el pecho y en todo el cuerpo en general. Era una niña delgada, aunque no flaca, de piernas largas, morena, de pelo largo y ojos grandes. No dejaba de verla y en ese momento volteó y se me quedó viendo también. En ese momento yo pensé que había sido una casualidad, pero un segundo después descubrí por qué había desviado su mirada hacia esa dirección. Absorto como estaba en la contemplación, no me di cuenta de que mis compañeros se habían acercado silenciosamente y en el momento que ella volteaba hacia mí, me bajaron el traje de baño, me sostuvieron entre todos y después de algunos instantes de vergonzosa exposición, me  aventaron a la alberca, llevándose, por supuesto, todas mis cosas. Nuevamente, el maestro sintió pena por mí y me prestó una toalla para que pudiera salir.
Considerando que esa era hasta el momento la peor experiencia de mi vida, me quedé encerrado en los vestidores hasta que creí que todos se habían ido. Salí temeroso cuando dejé de oír voces y decidí quedarme otro rato ahí, ya solo, frente a la alberca vacía. Subí al trampolín para ver desde lo alto el territorio que por unos minutos iba a ser de mis dominios.
De pronto, oí ruido detrás de mí y con gran susto me di cuenta que era la niña que comenzaba a subir hacia el trampolín. Resultaba que la niña era hija de uno de los encargados de cerrar las instalaciones de la alberca y se iba de ahí hasta que su padre hacía la limpieza y se aseguraba que no hubiera nadie. Yo no lo supe hasta mucho tiempo después, pero en cuanto la vi, el incidente de la tarde me vino de nuevo a la cabeza. No podía escapar, definitivamente no iba a aventarme a la fosa y no podía huir por la escalera por la que ella subía. No me quedó más que quedarme sentado ahí, esperando lo peor.
Ella llegó y se sentó junto a mí. Me saludó y se presentó: Erika. Yo le contesté con una voz apenas audible: “Rodrigo”. Se quedó ahí sin decir nada un buen rato. Después comentó: “Vi lo que te hicieron hoy”. Mi corazón empezó a latir muy rápido, presintiendo que estaba ahí para burlarse también de mí. Sin embargo, su comentario siguiente me sorprendió: “Deberían suspenderlos, son unos payasos”. Mi corazón seguía latiendo rápido, pero ahora de desconcierto, de felicidad. Estuvo otro momento en silencio y de pronto volteó hacia mí, me sonrió y me dio un beso. Por supuesto no duró más de dos segundos, pero bastó para dejarme perplejo. Enseguida se levantó y se fue, despidiéndose con un movimiento de manos.
Cuando llegué a mi casa, mi mamá (la exagerada) estaba a punto de llamar a la policía para que me buscara. Me preguntaba la razón de mi tardanza y sólo obtenía de mí una sonrisa. Cansada de sentirse burlada, mi mamá (la terrible) me castigó con lo peor, aunque ella no lo supiera: me prohibió ir a mis clases durante dos semanas. ¿Por qué no me había castigado cuando era una tortura ir, por qué ahora que me emocionaba la idea de ir? No hubo súplica que ablandara su corazón de madre ofendida.
Después de esperar dos semanas para ir a mi ansiada clase, llegué sólo para descubrir que la alberca estaba cerrada. Al parecer había habido irregularidades con los manejos del dinero y al ser descubiertas, fue clausurada. No pude evitar la tristeza, mi madre (la compasiva), preocupada por verme tan decaído, propuso buscar otra alberca e inscribirme a otras clases, pero por primera vez me negué a las sugerencias de mi mamá. Ella no comprendía mi negativa, pero, también por primera vez, respetó mi petición.
Pasó un tiempo antes de que se me pasara el desconsuelo, pero poco a poco descubrí que el recuerdo de ese beso en el trampolín me daba confianza. Sin que mi madre (la sabia) entendiera la verdadera razón, su propósito de verme menos inseguro se cumplió. De ese momento en adelante tuve la certeza de que por mal que me fuera con el resto del mundo, tenía algo que nunca me quitarían.

Simplemente


Yo simplemente
                                   Soy el reflejo de unos ojos que se mueven
                                   Que despiertan diferentes cada noche

Soy un puente que nadie se atreve a cruzar
            Soy memoria de lo que no se va a recordar
                       Soy tan pequeña que no se me puede abarcar
                                   Y soy tan grande que nadie me ha visto pasar

Soy frío       
                       Y soy niebla
Soy fuego
                       Y soy bosque

         Soy tantas cosas que, al final, sólo
                                                Soy unos labios gritando la lluvia
                                                                             Soy unas manos jugando en el mar

Calipso a la partida de Odiseo

Odiseo y Calipso (1883) de Arnold Böcklin

Es bien sabido que, gracias a la intervención de Palas Atenea, en una reunión que celebraron los dioses en el Olimpo, se decidió que Odiseo fuera liberado ya que permanecía cautivo en manos de la ninfa Calipso. En esa reunión, Atenea alegaba que no era justo que lo hubieran tenido preso tanto tiempo, mientras en su casa los pretendientes de su esposa se estaban acabando sus bienes y cuando su hijo estaba en peligro por los planes de esos mismos hombres de matarlo en cuanto regresara.
            Zeus no se negó a la petición de su hija predilecta e inmediatamente ordenó a Hermes que fuera a visitar a Calipso para darle la orden y para brindarle a Odiseo una balsa en la que pudiera escapar.
            Hermes le comunicó a Calipso el designio de los dioses y ésta, enfurecida y triste, expresó su inconformidad, aunque sabía que de nada le serviría ir contra Zeus, por lo que al final se resignó y dejó libre a su amado Odiseo.
            Sola se quedó Calipso, observando desde la isla la figura de la barca alejándose hacia el horizonte incierto.
            Pasaron varios días en que la hermosa diosa no hallaba consuelo en nada: ni en los manjares exquisitos que le proporcionaban sus criadas, ni al observar la excelsa forma en que la Aurora pintaba el cielo, ni en las constelaciones brillando en el manto nocturno.
            Un día de esos en que miraba triste el mar por donde había partido su Odiseo, descubrió que a lo lejos se veía la figura de un hombre, sostenido apenas de unas tablas rotas; su primer pensamiento fue: “¡Regresó!”. Con el impulso que le brindaba su felicidad, se puso de pie inmediatamente. Se acercó a la orilla y se metió al mar para rescatarlo y llevarlo a tierra firme.
Cuando por fin logró llegar a la playa, descubrió desilusionada que no se trataba del mismo hombre que hacía veinte años había salvado; sin embargo, era un hombre fuerte y apuesto, parecía ser de un linaje de héroes, valiente como el anterior, así que decidió curarlo y brindarle sus cuidados hasta que se recuperara.
            Parecía que, con este nuevo quehacer, la ninfa había encontrado otra vez una ocupación que la libraba de la tristeza de su reciente pérdida.
            No habían pasado más de tres días y el extraño hombre ya se había recuperado por completo. Cuando obrió los ojos por primera vez, Calipso le preguntó su nombre. El hombre respondió con voz apagada: “Eutiloo”.
            Conforme pasaron los días, Calipso encontró una buena compañía en aquel hombre que le trajo el ancho mar. Él le contó la historia del viaje que lo había llevado ahí. Al parecer, dos hombres que se hacían llamar sus amigos lo invitaron a navegar a una isla cercana a su tierra, ya que supuestamente había bellas doncellas ahí que podían interesarle. Al subir al barco, éstos lo golpearon y lo amarraron. El verdadero motivo del viaje era abandonarlo en la inmensidad de las aguas para que se muriera, puesto que uno de ellos se entendía con su esposa y Eutiloo resultaba un estorbo para el amor de los adúlteros. Al parecer, este hombre tenía el favor de los dioses, pues no pereció en la travesía. Vino una tormenta que destrozo la nave, pero él, aunque inconsciente, logró sobrevivir.
            Esta historia conmovió a Calipso, quien le brindó su compañía y su amor, como solía hacer con Odiseo.
            Tiempo después, parecía que Calipso no recodrdaba al viejo héroe de la Guerra de Troya, pero descubrió entre sus cosas el manto con el que lo cubrió por primera vez y las lágrimas escaparon de sus cuencas.
            Eutiloo la descubrió y le preguntó:

– ¿Qué te pasa bella mia?, ¿qué pesares acongojan tu alma?
­– No es nada, sólo recordé mi desdicha, la desdicha provocada por los caprichosos dioses que habitan el Olimpo –contestó Calipso tratando de ocultar sus lágrimas.
– Pero cuéntame, que me intriga saber la causa de tu dolor.
– Todo empezó hace más de veinte años, cuando un hombre, así como tú, llegó traído por las olas a esta isla. Le salvé la vida, después de ser el único que sobrevivió a la furia de los dioses.
– ¿Y cuál es el nombre de aquel dichoso?
– Su nombre es Odiseo, uno de los grandes héroes de la guerra de Troya.
– He oído de sus proezas. Pero todavía no entiendo el porqué de tu dolor –respondió Eutiloo ansioso de escuchar la historia.
– Lo rescaté del mar y cuando estuvo en buena salud, disfruté del amor con él y lo mantuve a mi lado veinte años. Por desgracia, en ocasiones su pensamiento lo llevaba a recordar a su esposa y al hijo que dejó recién nacido cuando partió a la guerra. Entonces, se pasaba días llorando, viendo desde aquella roca hacia el límite del mar y del cielo.
– Pero, ¿permaneció tantos años a tu lado?, entonces no creo que haya querido partir realmente.
– Yo me decía lo mismo, pues por momentos parecía estar feliz a mi lado. Pero después me di cuenta de que le dolía más no saber de su tierra, de su hijo, de su casa. A pesar de esto, no había forma de que saliera de la isla, pues no poseo ninguna barca que pudiera servirle para navegar el irritado océano.
– ¿Y qué ocurrió entonces? –siguió interrogando Eutiloo, curioso de saber el desenlace.
– Como es bien sabido, ningún ser sobre este mundo, ni mortal ni inmortal, puede contradecir los designios de Zeus, el Padre de los dioses. Un día vino Hermes a darme el mensaje del Crónida: tenía que liberar a Odiseo.
– ¿Y, por qué?
– ¿Por qué ha de ser? Zeus, inducido por Atenea, se dio cuenta de que era hora de que Odiseo cumpliera su destino, y ése no era estar junto a mí, sino regresar a su amada Ítaca, con su esposa Penélope y con su hijo Telémaco.
– Y tuviste que dejarlo ir...
– Así es, ¿quién se atreve a impedir las órdenes del gran Zeus? Si alguien lo hiciera, sufriría los peores castigos jamás imaginados. De todas formas, detesté no poder hacer nada. Me estaban quitando lo que era mío. Yo lo rescaté, siendo que ellos fueron quienes lo dejaron desamparado, y cuando al fin su capricho fue saciado, vienen a arrebatármelo sin ninguna piedad.

            Las lágrimas de la Calipso corrían por sus mejillas rosadas, sus ojos destilaban toda la impotencia y el dolor que le provocaba aquel recuerdo; se enfureció tanto que comenzó a gritar viendo hacia el cielo, olvidándose de que Eutiloo estaba junto a ella:

– ¿Por qué, oh gran Zeus, te complaces en manejar a tu antojo a todas las criaturas que vivimos en esta tierra? ¿Acaso no sientes piedad por nuestro sufrimiento? ¿De qué me sirvió ser diosa si él prefirió regresar junto a una mortal? ¡Qué humillación! ¡Ser despreciada por un mortal que prefiere a una simple mujer que no iguala en belleza a ninguna diosa!
– Calipso, tranquilízate, ya nada puedes hacer. Acepta mejor lo que estaba ya previsto para él. De nada te sirve gritar hacia el Olimpo. No vaya a ser que Zeus se enoje y reúna todo su poder contra ti –dijo Eutiloo tratando de consolarla.
– Tienes razón. Además, no vale la pena que yo siga rebajándome a llorar por un mortal. ¡Una diosa llorando por un simple mortal! –y una carcajada sonora se escapó de su boca, llegando a todos los rincones de la isla.

            Por la noche, cuando el silencio reinaba en la isla, Calipso seguía despierta y se preguntaba: “¿Qué hará ahora Odiseo? ¿Qué prodigios tendrá Ítaca para añorarla tanto? ¿Qué secretos guardará Penélope que lo embrujan? Ojalá todavía recuerde quién soy yo, ojalá todavía piense en mí, mi querido Odiseo...”
            Mientras, en Ítaca, una voz masculina, apagada por la nostalgia, pronunciaba su nombre: “Calipso...”