viernes, 12 de agosto de 2011

Besos y trampolines


Existen pocas cosas de mi niñez de las que pueda estar orgulloso. Siempre fui un niño tímido, rechoncho, de pocos amigos, de esos que en la clase de educación física son escogidos al último para un equipo de futbol.
Mi madre, tratando de alejar de mí ese halo de rechazo, me inscribió en clases de natación, pues creía firmemente (la ingenua) que entrando a esas clases, además de hacer ejercicio y bajar esos kilitos de más, me permitiría tener algo de qué estar orgulloso. Cabe aclarar que mi mamá pensaba que por ir tres veces a la semana a las dichosas clases iba a convertirme, en unos cuantos años, en una promesa del deporte.
Se preguntarán por qué acepté ir, siendo que en vez de darme más seguridad o de permitirme desenvolverme mejor, la idea de estar medio desnudo enfrente de un grupo de niños que seguramente también se burlarían de mí, me causaba pánico. Les decía que acepté porque, siendo sinceros, ¿quién realmente puede negarse a algo a esa edad?, mucho menos teniendo una madre como la mía.
Comencé un miércoles y al siguiente viernes ya era la burla de todos: me pegaban en la panza, me daban zapes o hundían mi cabeza en el agua hasta que casi me ahogaba. El maestro, a pesar de sus buenas intenciones, era tan blandengue que no podía controlarlos y después de dos semanas prefirió hacerse de la vista gorda para evitarse problemas.
Cada clase era peor a la anterior, parecía que mis ingeniosos “compañeritos” hacían uso de toda su imaginación para encontrar nuevas formas de molestarme: esconder mi ropa, cambiar mi shampoo por mayonesa, meter mis toallas al excusado, aventarme al agua después de haberme bañado y cambiado... Pero un día llegaron al límite de mi paciencia y por contradictorio que suene, esto sería, después, el mejor recuerdo de mi vida.
Ese día, casi al terminar la clase, el maestro nos puso un ejercicio de relevos. Para variar, yo fui el único que se quedó sin equipo, y el maestro, con cierta compasión, me excusó de hacer el ejercicio. Así que me quedé ahí, a orillas de la alberca, viendo cómo competían los demás. De pronto me llamó la atención la clase de la alberca vecina, es decir, la clase de las niñas. Tenía ya algunos días que había puesto los ojos en una niña (algo nuevo para mí); por supuesto, a nadie le había dicho de este repentino interés porque para muchos las niñas seguían siendo algo odioso y repulsivo, además de que realmente no tenía nadie a quién contarle.
Esa tarde, al ver a la niña de la que hablo, me quedé mucho más intrigado; sentía cosas muy raras en el estómago, en el pecho y en todo el cuerpo en general. Era una niña delgada, aunque no flaca, de piernas largas, morena, de pelo largo y ojos grandes. No dejaba de verla y en ese momento volteó y se me quedó viendo también. En ese momento yo pensé que había sido una casualidad, pero un segundo después descubrí por qué había desviado su mirada hacia esa dirección. Absorto como estaba en la contemplación, no me di cuenta de que mis compañeros se habían acercado silenciosamente y en el momento que ella volteaba hacia mí, me bajaron el traje de baño, me sostuvieron entre todos y después de algunos instantes de vergonzosa exposición, me  aventaron a la alberca, llevándose, por supuesto, todas mis cosas. Nuevamente, el maestro sintió pena por mí y me prestó una toalla para que pudiera salir.
Considerando que esa era hasta el momento la peor experiencia de mi vida, me quedé encerrado en los vestidores hasta que creí que todos se habían ido. Salí temeroso cuando dejé de oír voces y decidí quedarme otro rato ahí, ya solo, frente a la alberca vacía. Subí al trampolín para ver desde lo alto el territorio que por unos minutos iba a ser de mis dominios.
De pronto, oí ruido detrás de mí y con gran susto me di cuenta que era la niña que comenzaba a subir hacia el trampolín. Resultaba que la niña era hija de uno de los encargados de cerrar las instalaciones de la alberca y se iba de ahí hasta que su padre hacía la limpieza y se aseguraba que no hubiera nadie. Yo no lo supe hasta mucho tiempo después, pero en cuanto la vi, el incidente de la tarde me vino de nuevo a la cabeza. No podía escapar, definitivamente no iba a aventarme a la fosa y no podía huir por la escalera por la que ella subía. No me quedó más que quedarme sentado ahí, esperando lo peor.
Ella llegó y se sentó junto a mí. Me saludó y se presentó: Erika. Yo le contesté con una voz apenas audible: “Rodrigo”. Se quedó ahí sin decir nada un buen rato. Después comentó: “Vi lo que te hicieron hoy”. Mi corazón empezó a latir muy rápido, presintiendo que estaba ahí para burlarse también de mí. Sin embargo, su comentario siguiente me sorprendió: “Deberían suspenderlos, son unos payasos”. Mi corazón seguía latiendo rápido, pero ahora de desconcierto, de felicidad. Estuvo otro momento en silencio y de pronto volteó hacia mí, me sonrió y me dio un beso. Por supuesto no duró más de dos segundos, pero bastó para dejarme perplejo. Enseguida se levantó y se fue, despidiéndose con un movimiento de manos.
Cuando llegué a mi casa, mi mamá (la exagerada) estaba a punto de llamar a la policía para que me buscara. Me preguntaba la razón de mi tardanza y sólo obtenía de mí una sonrisa. Cansada de sentirse burlada, mi mamá (la terrible) me castigó con lo peor, aunque ella no lo supiera: me prohibió ir a mis clases durante dos semanas. ¿Por qué no me había castigado cuando era una tortura ir, por qué ahora que me emocionaba la idea de ir? No hubo súplica que ablandara su corazón de madre ofendida.
Después de esperar dos semanas para ir a mi ansiada clase, llegué sólo para descubrir que la alberca estaba cerrada. Al parecer había habido irregularidades con los manejos del dinero y al ser descubiertas, fue clausurada. No pude evitar la tristeza, mi madre (la compasiva), preocupada por verme tan decaído, propuso buscar otra alberca e inscribirme a otras clases, pero por primera vez me negué a las sugerencias de mi mamá. Ella no comprendía mi negativa, pero, también por primera vez, respetó mi petición.
Pasó un tiempo antes de que se me pasara el desconsuelo, pero poco a poco descubrí que el recuerdo de ese beso en el trampolín me daba confianza. Sin que mi madre (la sabia) entendiera la verdadera razón, su propósito de verme menos inseguro se cumplió. De ese momento en adelante tuve la certeza de que por mal que me fuera con el resto del mundo, tenía algo que nunca me quitarían.

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