Mariana llegó de noche, como siempre; como siempre, escurriendo la noche en su cabello. Sus enormes ojos lo arrastraron a desearla. Sin hablar se miraron en sus soledades y se acariciaron como si quisieran arrebatarse lo que sentían. Cristian se veía invadido, todo era diferente: besaba unos pezones más tibios, con una ternura endurecida, los recorría incrédulo y volvía a sorprenderse en la caída de esas caderas pálidas. Esta vez no había eco, sólo el silencio que le hablaba. La perfecta línea de esa espalda lo abrigaba con cada espasmo, mientras veía llorar unos ojos que no entendía.
La abrazó sin dejar de besarla y sin dejar de despreciarla porque sabía que se iría y que él terminaría pensándola a cada instante, sin comprender sus caricias, su repentina entrega. Quería apropiarse de todo lo que ella era, quería romperla para guardarla en lo más escondido de sus manos. La miró detenidamente, percibió su aroma de arena amarga y salada, imaginó ser la razón de cada marca de su piel, la saboreó, la mordió, la palpó como a una mariposa que está a punto de escaparse.
Mariana apenas reconocía al hombre que intentaba protegerla, el contacto de sus manos frías hacía más evidente el placer que le provocaban. Difícilmente sabía dónde estaba, pero en esta ocasión no le importó. Había ido demasiado lejos como para hacer que Cristian permaneciera fuera de ella y no deseaba que lo hiciera, ahora sólo pensaba en abarcarlo con su burbuja, darle cabida en su tristeza, arroparlo con el miedo que la tenía entumida desde días que ya no podía recordar.
* * *
Y sucedió que se fue. Mariana se fue.
* * *
Pasaron muchos días sin que Cristian supiera nada de ella. Cada día esperaba toparla al salir de su puerta, esperaba verla a lo lejos en alguna calle, esperaba llegar y encontrar su silencio en la contestadora, esperaba que alguna noche tocara el timbre chorreando su cabello en el tapete.
Un día, cuando regresaba a su departamento, encontró una nota de Mariana. No tenía firma, pero sabía que era de ella: Lloró con una sonrisa tan amarga que parecía recordar todo. Y se quedó viendo el cielo que siempre había visto. Y fue de noche otra vez.
Se quedó inmóvil un rato. No lloró. Se sentó a pensar cómo sería no verla otra vez (porque de eso estaba seguro). Volvió a cerrar el sobre y salió a esa noche que parecía avanzar sin ningún retraso, como quizás había pasado la primer noche de los tiempos o como tal vez pasara la última; esa noche, como todas las noches que pasarían colgadas de ella y de las últimas letras temblorosas que escribiera.
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