viernes, 24 de abril de 2015

Carmelita

Hoy hubiera sido cumpleaños de Carmelita. Había prometido escribir algo sobre ella, pero no sé ni por dónde empezar. Era todo un personaje.
Aunque nunca tuvo hijos, nos adoptó a mis primos y a mí como sus nietos, o nosotros la adoptamos a ella, da igual. El caso es que nos dio su amor y sus cuidados a cada uno de los niños de esa generación.
Un poco en broma y un poco en serio, decíamos que seguramente en alguna vida pasada fue miembro de la realeza, porque le fascinaba leer en la revista Hola todas las historias de las princesas, duquesas y demás personajes de la nobleza europea y cuando visitó algunos de esos palacios y castillos, los conocía a la perfección, casi como si ya hubiera estado ahí antes.
Siempre iba bien arreglada, con un peinado impecable, maquillada y vestida según la ocasión lo requería. Creía firmemente que para ir al aeropuerto se debería vestir saco y tacones, a diferencia de los jeans y tenis que llevábamos la mayoría. También recordaba con nostalgia la época en la que Sanborns era un lugar elegante al que, igualmente, tenía que irse con los mejores trajes.
Era una cocinera incomparable: preparaba el mole como se hacía antes, con toda la mezcla de chiles, semillas y demás especias que corresponden. No he probado mejor paella que la que hacía para los cumpleaños de Papá Oni y su pay de nuez es legendario entre aquellos que tuvimos la dicha de probarlo. Eso sí, cuidaba sus recetas a más no poder, rara vez las compartía y cuando lo hacía, tenía un pequeño truco para no revelar los ingredientes secretos: “¿Me pasas ese frasco que está hasta allá atrás?”, cuando volteabas ya le había puesto a la cacerola algo que nunca ibas a saber.
Podía ser la más tierna y nombrarnos a todos con nombres como “Pablito”, “Dany” o “Citlalina” (así me decía Papá Oni también), pero también tenía el humor más negro que he conocido, como cuando le dijo a Conchita, su hermana, en el funeral de otra de sus hermanas: “Bueno Conchita, hay que echarnos un volado para ver quién sigue”.
También se hizo la fama de hablar dormida, de hacer trampa en las damas chinas y de esconder el niño de la rosca cuando le había salido a ella.
Era bromista y malhablada, pero se preocupaba de enseñarnos los buenos modales, tanto que muchos de mis primos recibieron como regalo el famosísimo Manual de Carreño, aunque nadie realmente le hizo mucho caso.
Tuve el privilegio de aprender a nadar con ella en el mar de Zihuatanejo. “Nunca le tengas miedo al mar”, me decía, “tenle respeto, pero no miedo”.

Hace ya casi un año que no está con nosotros, pero tuve la fortuna de que conociera a Alexia y con su cariño de siempre me dijo: “está muy linda tu niña”. La última vez que la vi fue en su cumpleaños, el año pasado. Todavía la extraño y siempre la extrañaré.


martes, 21 de abril de 2015

De la escritura y mis demonios

Ayer estaba leyendo una entrevista que le hicieron a Alice Munro cuando ganó el Premio Nobel de Literatura en 2013 y me impactó saber que era ama de casa y que prácticamente estaba alejada del “mundo académico”, lo que sea que eso signifique. Su escritura la creó robándole pequeños momentos a su cotidianeidad, entre recoger a sus hijos de la escuela y darles de comer.
Debo reconocer que, como a casi todos los nobel de literatura, no la había leído ni sabía nada de ella. Hace algunos meses me encontré con una novela suya –La vida de mujeres– y me atrapó de inmediato. La narrativa fluye de manera muy natural, que es el objetivo de Munro, y lo logra muy bien. Así que ayer que me encontré una recopilación de sus cuentos hecha por ella misma, no dudé en comprarla.
Además de convertirme en su fan, me parece admirable la manera en que habla de su oficio como escritora, de la dedicación que ponía y cómo tal vez se hubiera visto abrumada de haber continuado sus estudios universitarios, aunque reconoce que eso no la hubiera detenido. Esto sobre todo fue lo que me cayó como un balde de agua fría. Reconozco que haber estudiado Literatura bloqueó mis intentos de escribir. Claro, al final creo que es un mero obstáculo que debería sobrepasar, sin embargo ha sido difícil. Y sí, la vida académica me gustó, me gusta la crítica y la teoría, y creo que soy buena para eso, pero también me encantaría retomar la parte creativa y no para ser un Nobel, sino para simplemente hacer algo que quería desde niña.
Recuerdo que tenía 7 u 8 años cuando escribí mi primer cuento, una historia de terror. Lo escribí a mano, en una de esas libretas de pasta dura que acostumbraban pedir en la escuela. Ni siquiera recuerdo bien el argumento y creo que nunca se la di a leer a nadie, aunque no me importaba eso sino el simplemente hecho de escribir.
También llevé un diario por varios años, escribiendo las cosas que una niña –después adolescente– puede escribir. Por supuesto hubo cartas a mis primeros amores, algunas que nunca se entregaron, afortunadamente, y otras que preferiría se hubieran quedado igualmente en el anonimato.
En la preparatoria mis pésimas maestras de Literatura casi me hacen dudar de mi vocación, sin embargo resistí los embates de la falta de pedagogía, a pesar de que nunca aceptaron mis textos en el periódico escolar.
Pero en la universidad todo cambió. Me sentí abrumada por tantos autores, tantas críticas, y las opiniones de algunos maestros y otras personas a las que admiraba. Poco a poco me fui bloqueando hasta que mi pluma se secó.
Los últimos años he tratado de reponerme, de retomar el gusto por escribir, pero han sido pobres mis intentos.
Aun así, pareciera que todas las señales me indican que me anime a escribir. Total, ¿qué puede pasar? Alice Munro, sus textos y su entrevista me han gritado nuevamente: es posible, escribe, róbale tiempo a tus ocupaciones de mamá y escribe, como un desahogo, como un experimento, como una necesidad.
Así que hoy les dejo este texto, como un intento más de dejar los bloqueos, los prejuicios y los miedos atrás. Ojalá sea el primero de muchos más.