Hoy hubiera sido cumpleaños de Carmelita.
Había prometido escribir algo sobre ella, pero no sé ni por dónde empezar. Era
todo un personaje.
Aunque nunca tuvo hijos, nos adoptó a mis
primos y a mí como sus nietos, o nosotros la adoptamos a ella, da igual. El
caso es que nos dio su amor y sus cuidados a cada uno de los niños de esa
generación.
Un poco en broma y un poco en serio,
decíamos que seguramente en alguna vida pasada fue miembro de la realeza,
porque le fascinaba leer en la revista Hola
todas las historias de las princesas, duquesas y demás personajes de la nobleza
europea y cuando visitó algunos de esos palacios y castillos, los conocía a la
perfección, casi como si ya hubiera estado ahí antes.
Siempre iba bien arreglada, con un
peinado impecable, maquillada y vestida según la ocasión lo requería. Creía
firmemente que para ir al aeropuerto se debería vestir saco y tacones, a
diferencia de los jeans y tenis que
llevábamos la mayoría. También recordaba con nostalgia la época en la que
Sanborns era un lugar elegante al que, igualmente, tenía que irse con los
mejores trajes.
Era una cocinera incomparable: preparaba
el mole como se hacía antes, con toda la mezcla de chiles, semillas y demás
especias que corresponden. No he probado mejor paella que la que hacía para los
cumpleaños de Papá Oni y su pay de nuez es legendario entre aquellos que
tuvimos la dicha de probarlo. Eso sí, cuidaba sus recetas a más no poder, rara
vez las compartía y cuando lo hacía, tenía un pequeño truco para no revelar los
ingredientes secretos: “¿Me pasas ese frasco que está hasta allá atrás?”,
cuando volteabas ya le había puesto a la cacerola algo que nunca ibas a saber.
Podía ser la más tierna y nombrarnos a
todos con nombres como “Pablito”, “Dany” o “Citlalina” (así me decía Papá Oni
también), pero también tenía el humor más negro que he conocido, como cuando le
dijo a Conchita, su hermana, en el funeral de otra de sus hermanas: “Bueno
Conchita, hay que echarnos un volado para ver quién sigue”.
También se hizo la fama de hablar
dormida, de hacer trampa en las damas chinas y de esconder el niño de la rosca
cuando le había salido a ella.
Era bromista y malhablada, pero se
preocupaba de enseñarnos los buenos modales, tanto que muchos de mis primos
recibieron como regalo el famosísimo Manual de Carreño, aunque nadie realmente
le hizo mucho caso.
Tuve el privilegio de aprender a nadar
con ella en el mar de Zihuatanejo. “Nunca le tengas miedo al mar”, me decía,
“tenle respeto, pero no miedo”.
Hace ya casi un año que no está con
nosotros, pero tuve la fortuna de que conociera a Alexia y con su cariño de
siempre me dijo: “está muy linda tu niña”. La última vez que la vi fue en su
cumpleaños, el año pasado. Todavía la extraño y siempre la extrañaré.
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