jueves, 18 de noviembre de 2021

Bordar

Aprendí a bordar con mi mamá cuando era niña, probablemente tendría unos 6 años. Recuerdo que bordábamos (y también tejíamos a veces) en las vacaciones de verano, mientras veíamos películas viejitas que pasaban en el canal 9. Mis primeros bordados fueron un mantelito de una japonesa con kimono, delante de un cerezo en flor y un morral con un venado. 

Después bordé varias servilletas, con figuras de peras y cerezas (o manzanas). Supongo que por ver a mi mamá hacer varias cosas, me gustaba involucrarme en lo que ella hacía. Para los festejos del día de las madres, hacía la manualidad correspondiente a mi salón y, además, la que ponía mi mamá en sus grupos. 

También me acuerdo que mi abuelita me enseñó a coser y pegar botones.

Por muchos años lo dejé, hasta que apenas este año decidí retomarlo, no sé muy bien por qué. Busqué un bastidor, unos hilos (mi mamá me mandó otros muchos de su colección, así como chaquiras y lentejuelas), compré un metro de manta y me inscribí a un curso en línea. Facebook se enteró de mi nuevo hobbie y comenzó a sugerirme grupos de bordado, a los cuales me uní buscando inspiración, consejos e ideas. En esas andaba cuando de pronto vi un anuncio: Club literario. Leeremos la novela Circe, de Madeline Miller y bordaremos lo que nos inspire la lectura. Parecía un match made in heaven para mí. Y lo fue. La primera sesión todas estábamos un poco tímidas. Para la segunda, ya con algunos capítulos leídos, la plática fue fluyendo. Meses después hay veces que solo nos conectamos para platicar. Encontré un grupo hermoso de mujeres, de todas las edades, con experiencias que me enriquecen. 

Pero más allá de la lectura y de las nuevas amistades que me hacen recuperar la fe en la humanidad, el bordado me ha dado la oportunidad de reconectar con mi linaje (recuerdo a mi mamá, a mi abuelita), de ser creativa de nuevo, de soltar el anhelo de perfección a cambio de simplemente hacer, sentir, inventar: qué tela escoger, qué patrón, qué color, qué hilo, qué puntada. Cada bordado es único, ni siquiera haciendo el mismo motivo, con los mismos hilos se llegaría a un resultado igual. Y es que nos volcamos en el bordado, nos descubrimos, nos dejamos ver. Es una suerte de meditación, un estado mindfulness donde si no te concentras, la aguja se mueve medio milímetro hacia otro lado y la línea se ve chueca (sí, ya sé que dije que abandoné la idea de la perfección, pero tampoco dejé de ser yo de la noche a la mañana, jeje). Sin embargo, a veces, veo que una línea no quedó exactamente como quisiera, o que el dibujo quedó levemente a la izquierda, o me doy cuenta de que otro hilo le hubiera ido mejor… Y está bien. He podido soltarlo y decir: bueno, lo haré diferente a la próxima. 

Otro acto de valentía ha sido poner mis bordados a disposición de quien quiera comprarlos, también en este espíritu de fluir, dejar ir, mostrarme y simplemente actuar. Por años el miedo (al fracaso, a no ser perfecta, a ser demasiado visible) me había paralizado a hacer cosas que amo. Pienso que desperdicié mucha energía en contenerme, en mantenerme en una jaula segura y autoimpuesta para no ser rechazada. 

Hoy doy las gracias a esa vocecita que me dijo hace un par de meses, después de más de un año de pandemia (y todas las crisis que eso trajo): ¿y si vuelvo a bordar?



martes, 2 de noviembre de 2021

Té y galletitas

“No entiendo por qué acepté hacer esto, pero supongo que no todo será una perdida de tiempo; eso dice mi esposo. En fin, ahí vamos: No sé exactamente cómo, pero tengo la firme idea de que la causa de todos mis problemas es el té”, le dije a la psicóloga la primera vez que nos vimos.“Cuando era niña mi mamá me obligaba a acompañarla a ver a sus amigas y a oírlas platicar por horas acerca de cosas que no entendía, mientras compartían té y galletitas. Tenía 6 años solamente y aunque dije que me obligaba, la verdad es que nunca se enteró de que me fastidiaba ir con ella. Supongo que no era su culpa. Recuerdo que lo único que me gustaba eran las galletas”. La psicóloga me miraba fijamente, seria, como si realmente le interesara todo lo que estaba diciendo.“Un día, una de sus amigas me sirvió té en una tacita de porcelana china, de esas que todo el mundo guarda en sus vitrinas y que probablemente fueron un regalo de bodas. La taza era linda, pequeñita, decorada con flores rosas y un filo dorado alrededor”. La psicóloga anota algo en su libreta. Seguí con la historia: “Hasta ese momento nunca me habían servido té. Yo me imaginaba que era algo que sólo tomaban los grandes, así que cuando me sirvieron, sentí una gran emoción, la que se borró en cuanto tuve el primer trago en mi boca. Estaba excesivamente caliente y sabía un poco amargo (después el semen me haría sentir lo mismo). A pesar de la desagradable sensación —que duró toda la tarde— seguí tomando pequeños tragos. Todas las señoras sonreían estúpidamente al verme, como si estuvieran frente a una curiosidad. ‘Se ve que eres una mujercita con buenos modales’, me dijo una de ellas. Mi única respuesta fue tomar otro trago de té. “Eso duró prácticamente hasta que cumplí quince años, edad a la que decidí no ir. Le dije a mi mamá que me aburría estar con ella y con otras diez señoras hablando de telenovelas y de las nuevas puntadas que venían en la revista de tejido. No pude evitar sentir una punzada en el pecho —después descubriría que era culpa— cuando bajó la mirada y limpió una pequeña lágrima tratando de que no la viera. Después, también, descubriría que eso era chantaje y que no había sido un accidente que viera su lágrima, un acto dramático bien aprendido de las telenovelas.” Ahora la psicóloga no paraba de apuntar: rebeldía, culpa, chantaje, drama. “Pero el problema no termina ahí. Aunque dejé de ir con mi mamá a sus rutinarias reuniones, ya no pude librarme de tomar té. No era que me gustara; se había convertido en parte de mí. Todos pensaban que tenía un gusto particular por las infusiones, y me regalaban los tés más exóticos, las teteras más novedosas o me invitaban a los lugares de té más sofisticados que conocían. Y nunca pude negarme ni decir que detestaba el gusto del té en mi boca.” Me quedé callada y esperé el diagnóstico de la psicóloga, pero ella no decía nada y sólo me miraba con su concentración fingida. “¿Entonces?”, le dije, “¿qué opina?”. Ella contestó desconcertada: “Por supuesto que tiene muchos problemas, que viene arrastrando desde la infancia, como casi todos los seres humanos, pero ¿cuál es el que lo trajo aquí, exactamente?” “¡Odio el té!”, contesté exasperada. “¡Y odio mi vida, que gira en torno de esa sustancia desagradable! ¡Y odio a mi esposo!, a quien conocí en una cata de té y quien se desvive regalándome los tés más exclusivos y los utensilios más hermosos y quien no entiende por qué soy tan miserable si él me da absolutamente todo lo que, en teoría, yo quiero. Por eso me ha insistido en que venga aquí. Pero la verdad, doctora, es que yo quisiera largarme un día y mudarme a un lugar donde nadie conozca el té y solo se tomen esas maravillosas bebidas llenas de crema batida, chocolate y jarabes de sabores. Esos frapuccinos que son mi verdadera pasión y que tomo a escondidas cada que puedo. Oh, pequeñas dosis de felicidad que valen cada peso.” La doctora carraspeó y me sacó de mi éxtasis. Estaba con los ojos desorbitados, aunque trataba de disimularlo, muy profesional. “Bueno, creo que lo mejor será que nos veamos dos veces por semana porque hay mucho trabajo por hacer”. Salí un poco derrotada, aunque no creo que haya otra manera de salir de terapia. En la recepción, la asistente me esperaba con una gran sonrisa y una taza en la mano: “Su esposo me contó que le gusta mucho el té y pensé que le caería bien uno después de la sesión. ¿Lo prefiere con miel o con leche? Me aseguraré de tenerle listo uno cada vez que venga”. 

Mátenme por favor. 


¿Qué es el amor?


-¿Qué es el amor? -me pregunta Alexia con sus ojitos atentos. 
-¿A qué viene la pregunta? 
-Es que mi maestra nos dijo que es el mes del amor y que teníamos que hacer un dibujo sobre eso. 
-¿Tú qué crees que es? -reviro-. ¿Qué es lo que sientes cuando me dices te amo o cuando yo te lo digo a ti?  
-Mmmm, no sé... Siento bonito, como un calorcito aquí -dice, señalando su pecho. 
-Ajá, ¿y qué más? -indago. 
-A veces ese calorcito me llega a la cara y me hace sonreír. 
-Apuesto a que ese mismo calorcito hace que te den ganas de apretarle los cachetes a Lucas, ¿o no? 
-¡Es que es tan adorable! -confirma ella, entre risas. 
-A veces el amor es difícil de explicar, pero siempre puedes sentirlo. Como cuándo tu abuelito te abraza después de muchos meses de no verte. O cuando tu abuelita repara tu muñeca favorita. Eso mismo sentí yo al cargarte por primera vez. Ese calorcito, como dices, me llenó la panza, y las manos, las piernas y tooodo el cuerpo, y tenía ganas de apretarte los cachetes como haces con tu gato. -Ríe de nuevo-. Y tu papá no hacía más que verte tus manitas, tus piecitos y, así como lo ves de grandote, parecía que se iba a desbaratar de ternura, como un mazapán. Es que hay ocasiones en que  el amor es tan grande que no cabe en las palabras, ni en los abrazos o los besos; a veces invade todo alrededor: la sopa de fideo que te preparo y que tanto te gusta, las sorpresas que te trae papá cuando regresa de algún viaje, las moronitas de pan que te convida tu hermana, los ronroneos de Lucas o la baba de Baxter cuando pone su cabeza en tus piernas para que lo acaricies. Y puede abarcar tanto que hasta los mensajes que te manda tu prima Frida desde el otro lado del país están empapados de amor. Así que cuando quieras mandar un poco de ese calorcito a alguien, solo tienes que cerrar tus ojos y pensar en ellos, es casi como magia. 
-¡Tienes razón! ¡Tú me has dicho que yo tengo la magia! Gracias mami, voy a dibujar a mi familia. ¡Te amo! -me da un beso y un abrazo apretado-. ¡Vamos hermana! 
Atrás viene Paula a imitarla, con su media lengua. 
-¡Te amo! Mua, mua, mua -me llena de besos y de restos de fresa. 
Las veo irse por la escalera y no puedo evitar que se escape una lágrima, mientras un calorcito recorre mi cuerpo.