Aprendí a bordar con mi mamá cuando era niña, probablemente tendría unos 6 años. Recuerdo que bordábamos (y también tejíamos a veces) en las vacaciones de verano, mientras veíamos películas viejitas que pasaban en el canal 9. Mis primeros bordados fueron un mantelito de una japonesa con kimono, delante de un cerezo en flor y un morral con un venado.
Después bordé varias servilletas, con figuras de peras y cerezas (o manzanas). Supongo que por ver a mi mamá hacer varias cosas, me gustaba involucrarme en lo que ella hacía. Para los festejos del día de las madres, hacía la manualidad correspondiente a mi salón y, además, la que ponía mi mamá en sus grupos.
También me acuerdo que mi abuelita me enseñó a coser y pegar botones.
Por muchos años lo dejé, hasta que apenas este año decidí retomarlo, no sé muy bien por qué. Busqué un bastidor, unos hilos (mi mamá me mandó otros muchos de su colección, así como chaquiras y lentejuelas), compré un metro de manta y me inscribí a un curso en línea. Facebook se enteró de mi nuevo hobbie y comenzó a sugerirme grupos de bordado, a los cuales me uní buscando inspiración, consejos e ideas. En esas andaba cuando de pronto vi un anuncio: Club literario. Leeremos la novela Circe, de Madeline Miller y bordaremos lo que nos inspire la lectura. Parecía un match made in heaven para mí. Y lo fue. La primera sesión todas estábamos un poco tímidas. Para la segunda, ya con algunos capítulos leídos, la plática fue fluyendo. Meses después hay veces que solo nos conectamos para platicar. Encontré un grupo hermoso de mujeres, de todas las edades, con experiencias que me enriquecen.
Pero más allá de la lectura y de las nuevas amistades que me hacen recuperar la fe en la humanidad, el bordado me ha dado la oportunidad de reconectar con mi linaje (recuerdo a mi mamá, a mi abuelita), de ser creativa de nuevo, de soltar el anhelo de perfección a cambio de simplemente hacer, sentir, inventar: qué tela escoger, qué patrón, qué color, qué hilo, qué puntada. Cada bordado es único, ni siquiera haciendo el mismo motivo, con los mismos hilos se llegaría a un resultado igual. Y es que nos volcamos en el bordado, nos descubrimos, nos dejamos ver. Es una suerte de meditación, un estado mindfulness donde si no te concentras, la aguja se mueve medio milímetro hacia otro lado y la línea se ve chueca (sí, ya sé que dije que abandoné la idea de la perfección, pero tampoco dejé de ser yo de la noche a la mañana, jeje). Sin embargo, a veces, veo que una línea no quedó exactamente como quisiera, o que el dibujo quedó levemente a la izquierda, o me doy cuenta de que otro hilo le hubiera ido mejor… Y está bien. He podido soltarlo y decir: bueno, lo haré diferente a la próxima.
Otro acto de valentía ha sido poner mis bordados a disposición de quien quiera comprarlos, también en este espíritu de fluir, dejar ir, mostrarme y simplemente actuar. Por años el miedo (al fracaso, a no ser perfecta, a ser demasiado visible) me había paralizado a hacer cosas que amo. Pienso que desperdicié mucha energía en contenerme, en mantenerme en una jaula segura y autoimpuesta para no ser rechazada.
Hoy doy las gracias a esa vocecita que me dijo hace un par de meses, después de más de un año de pandemia (y todas las crisis que eso trajo): ¿y si vuelvo a bordar?