“No entiendo por qué acepté hacer esto, pero supongo que no todo será una perdida de tiempo; eso dice mi esposo. En fin, ahí vamos: No sé exactamente cómo, pero tengo la firme idea de que la causa de todos mis problemas es el té”, le dije a la psicóloga la primera vez que nos vimos.“Cuando era niña mi mamá me obligaba a acompañarla a ver a sus amigas y a oírlas platicar por horas acerca de cosas que no entendía, mientras compartían té y galletitas. Tenía 6 años solamente y aunque dije que me obligaba, la verdad es que nunca se enteró de que me fastidiaba ir con ella. Supongo que no era su culpa. Recuerdo que lo único que me gustaba eran las galletas”. La psicóloga me miraba fijamente, seria, como si realmente le interesara todo lo que estaba diciendo.“Un día, una de sus amigas me sirvió té en una tacita de porcelana china, de esas que todo el mundo guarda en sus vitrinas y que probablemente fueron un regalo de bodas. La taza era linda, pequeñita, decorada con flores rosas y un filo dorado alrededor”. La psicóloga anota algo en su libreta. Seguí con la historia: “Hasta ese momento nunca me habían servido té. Yo me imaginaba que era algo que sólo tomaban los grandes, así que cuando me sirvieron, sentí una gran emoción, la que se borró en cuanto tuve el primer trago en mi boca. Estaba excesivamente caliente y sabía un poco amargo (después el semen me haría sentir lo mismo). A pesar de la desagradable sensación —que duró toda la tarde— seguí tomando pequeños tragos. Todas las señoras sonreían estúpidamente al verme, como si estuvieran frente a una curiosidad. ‘Se ve que eres una mujercita con buenos modales’, me dijo una de ellas. Mi única respuesta fue tomar otro trago de té. “Eso duró prácticamente hasta que cumplí quince años, edad a la que decidí no ir. Le dije a mi mamá que me aburría estar con ella y con otras diez señoras hablando de telenovelas y de las nuevas puntadas que venían en la revista de tejido. No pude evitar sentir una punzada en el pecho —después descubriría que era culpa— cuando bajó la mirada y limpió una pequeña lágrima tratando de que no la viera. Después, también, descubriría que eso era chantaje y que no había sido un accidente que viera su lágrima, un acto dramático bien aprendido de las telenovelas.” Ahora la psicóloga no paraba de apuntar: rebeldía, culpa, chantaje, drama. “Pero el problema no termina ahí. Aunque dejé de ir con mi mamá a sus rutinarias reuniones, ya no pude librarme de tomar té. No era que me gustara; se había convertido en parte de mí. Todos pensaban que tenía un gusto particular por las infusiones, y me regalaban los tés más exóticos, las teteras más novedosas o me invitaban a los lugares de té más sofisticados que conocían. Y nunca pude negarme ni decir que detestaba el gusto del té en mi boca.” Me quedé callada y esperé el diagnóstico de la psicóloga, pero ella no decía nada y sólo me miraba con su concentración fingida. “¿Entonces?”, le dije, “¿qué opina?”. Ella contestó desconcertada: “Por supuesto que tiene muchos problemas, que viene arrastrando desde la infancia, como casi todos los seres humanos, pero ¿cuál es el que lo trajo aquí, exactamente?” “¡Odio el té!”, contesté exasperada. “¡Y odio mi vida, que gira en torno de esa sustancia desagradable! ¡Y odio a mi esposo!, a quien conocí en una cata de té y quien se desvive regalándome los tés más exclusivos y los utensilios más hermosos y quien no entiende por qué soy tan miserable si él me da absolutamente todo lo que, en teoría, yo quiero. Por eso me ha insistido en que venga aquí. Pero la verdad, doctora, es que yo quisiera largarme un día y mudarme a un lugar donde nadie conozca el té y solo se tomen esas maravillosas bebidas llenas de crema batida, chocolate y jarabes de sabores. Esos frapuccinos que son mi verdadera pasión y que tomo a escondidas cada que puedo. Oh, pequeñas dosis de felicidad que valen cada peso.” La doctora carraspeó y me sacó de mi éxtasis. Estaba con los ojos desorbitados, aunque trataba de disimularlo, muy profesional. “Bueno, creo que lo mejor será que nos veamos dos veces por semana porque hay mucho trabajo por hacer”. Salí un poco derrotada, aunque no creo que haya otra manera de salir de terapia. En la recepción, la asistente me esperaba con una gran sonrisa y una taza en la mano: “Su esposo me contó que le gusta mucho el té y pensé que le caería bien uno después de la sesión. ¿Lo prefiere con miel o con leche? Me aseguraré de tenerle listo uno cada vez que venga”.
Mátenme por favor.
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