No recuerdo bien cuándo comencé a tomar café. Seguramente fue en casa de mi abuelito después de alguna comida de domingo. Mis tías ponían una olla grande con canela y luego le echaban el café de grano. Reposaba unos diez minutos y después lo colaban para servirlo.
Esas comidas, además de ser una mezcla culinaria interesante, estaban llenas de anécdotas, risas, a veces hasta canciones. Así que el café era el complemento perfecto para la plática de sobremesa.
Eso sí, antes de tener edad para echarle cafeína a mi cuerpo, me daban tecito de canela, que también me sabía a gloria, más porque me hacía pertenecer a ese grupo que en vez de andar corriendo o jugando en la fuente, se quedaba en la mesa a escuchar las consabidas historias de mis tías o mi abuelo.
Supongo que en algún momento me animé a tomar café o alguien me lo autorizó. Y no solo lo tomaba los domingos después de comer, también los sábados en la mañana, cuando mi mamá preparaba el desayuno, que nos sabía a apapacho, pues no teníamos que salir corriendo hacia la escuela o el trabajo.
Después, en la universidad, era mi ritual obligado antes de empezar las clases, para calentarme y para despertar.
Más tarde, en las oficinas donde trabajé, llegó a ser una actividad para unir los lazos del grupo. Todos tomábamos café como si no hubiera un mañana. Una jarra al llegar y una jarra después de comer. Y a veces, después del trabajo, todavía iba por un café con alguna amiga.
Una vez, una de mis mejores amigas, al llegar a su casa me dijo:
- ¿Quieres un café?
Y yo:
- ¡Claro!
- ¿Nescafé o de grano?
Seguro, involuntariamente, hice una cara de rechazo.
- De grano, si se puede.
Mi amiga se moría de pena y después nos reíamos recordando la ocasión. “Creo que me echaste ojos de pistola”, decía.
Y es que el café soluble solo existe para echárselo de vez en cuando a la leche caliente y cuando no hay más remedio.
Hoy en día, sigo poniendo una cafetera en la mañana y a veces una en la tarde. O, cuando quiero algo diferente, uso mi prensa francesa. Eso sí, la cafetera italiana y yo nomás no nos entendemos. No he logrado agarrarle el punto exacto para que quede un espresso rico, pero no amargo. En fin, seguirá siendo mi reto para experimentar los siguientes años.
Así que no puedo realmente empezar mi día hasta que tomo una taza de café, cargada, con un toque de canela (o de “pumpking spice” en el otoño). Y pensarían que por vivir en Playa, donde amanecemos a 26 grados, lo que menos se me antojaría es un café caliente (porque, sí, lo tomo caliente), pero ya a estas alturas además de disfrutar el sabor, creo que soy adicta, no solo a la cafeína, sino a la conexión que me genera recordar todas esas pláticas de domingo, con mi familia, con los amigos que no he visto hace años y a los días que pasaron y se fueron para no volver.
Ya llevo dos cafés escribiendo esto, así que me reservo las otras dos tazas para después, porque también conozco mi límite y ya tengo suficiente cafeína para empezar el día.